lunes, 8 de octubre de 2012

El Relojero (XIII)

Hola a todos un lunes más, después del parón de la semana pasada por motivos personales y de la Universidad, vuelvo con la entrega número trece del Relojero en la que por fin conocemos a esa persona que Marco necesita tanto ¿te apuntas?
Si no conocéis este relato, os animo a comenzarlo desde el principio en este link que os llevará al índice para que podáis leerlo y disfrutarlo.
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El Relojero

Ella tenía el cabello enmarañado recogido en una coleta medio deshecha, de piel blanca como la leche, los labios gruesos entreabiertos en ese momento, la nariz demasiado pequeña para las gafas de pasta que resbalaban dejando más a la vista unos ojos almendrados abiertos como platos que parpadeaban conmocionados.
Diana Herrera había tirado su estuche al ver que todo el mundo se había quedado congelado en el transcurso de un movimiento.
El silencio a nuestro alrededor era antinatural, un compañero se había quedado parado a mitad de un bostezo y una bolita de papel se había detenido en el aire.
La chica se volvió hacia los dos lados como tratando de descubrir que la gente lo estaba haciendo a propósito pero nada más se movía en el aula, sólo ella y yo. Diana tenía que ser la Relojera.
—Diana…
Un latigazo me golpeó en las sienes y el sonido regresó con fluidez. La bolita de papel impactó en su destino y el profesor pasó por mi lado dejando la llave de mi taquilla.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella en un susurro.
—Yo… —comencé a hablar pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta— no sé cómo explicarlo.

Tenía tan cerca mi salvación pero no sabía cómo expresarme sin asustarla. Mi padre me había dicho que el Relojero no tendría idea de la labor que tenía que desempeñar por lo que me tocaba a mí explicárselo sin que sintiera deseos de salir corriendo. Todo hubiera sido más sencillo de ser algún amigo porque hubiera sabido cómo hablar pero, aunque conocía a Diana desde primaria, casi no había cruzado palabra con ella.
—¿Estoy volviéndome loca? —preguntó con un hilo de voz.
Vi sus ojos moviéndose nerviosamente por la clase como si esperase que todos se levantaran y le gritaran ¡INOCENTE! por haber caído en una broma pesada, casi lamenté que no fuera así. Casi porque me encontraba frente a la Relojera, la persona que podía arreglar mi reloj para que pudiera controlar los saltos en el tiempo.

La agarré de las manos con urgencia y clavé mis ojos en los suyos, haciendo acopio de toda mi seguridad.
—No, no estás volviéndote loca, deja que después de clase te lo explique todo —me detuve un momento para sonreír de medio lado—. Por favor.
Diana tragó saliva lentamente y asintió retirando la mirada, algo incómoda. Se concentró en nuestras manos unidas que retiró rápidamente como si quemara mi contacto.

Me giré hacia delante y un par de sitios por delante, Alba me miraba. Sentí sus ojos verdes recorriendo mi rostro un momento más antes de volverse hacia delante. Quise saber por qué me había mirado tan detenidamente y entonces me pincharon en el antebrazo con un boli. A mi otro lado tenía a Dani que me fulminaba con la mirada.
—¿Qué haces? —le dije sorprendido.
—¿Qué haces tú? —me la devolvió indignado— El sábado te quedas mirando como un imbécil a mi hermana ¿y hoy te las das de romántico con esa? ¿tú de qué vas?
Iba a contestar cuando sonó el timbre y recordé que tenía que hablar con Diana. Giré la cabeza y vi que ella ya se había levantado y caminaba hacia la puerta de atrás. Me levanté rápidamente pero Dani me agarró del brazo.
—Luego te lo explico ¿vale? —dije antes de deshacerme de su agarre.


Sorteé a mis compañeros y salí corriendo detrás de Diana a la que alcancé a medio camino del baño. Le puse la mano en el hombro y sentí como se tensaba.
—Me has asustado —dijo llevándose una mano al pecho.
—Lo siento es que has salido tan rápido que pensé que no te alcanzaría.
Diana se rodeó el vientre con los brazos, como si estuviera protegiéndose de mí. Le sacaba casi una cabeza y llevaba la falda y el polo del uniforme una talla más grande. Me pareció que necesitaba ser protegida por lo que me prometí que lo haría, nadie le haría daño.
—La verdad es que quería esconderme —se sinceró.
—¿Por qué? Yo no te voy a hacer nada, Diana —bajé la voz y la cabeza para que nuestros ojos quedaran a la misma altura, ella volvió a rehuir mi mirada—. La verdad es que todo lo contrario —la sujeté de los hombros temiendo que saliera corriendo—. Yo necesito que me ayudes.
—¿Qué yo te ayude? —me miró un momento y sus ojos almendrados me parecieron sorprendentemente profundos. Asentí ante su pregunta y pareció sentir curiosidad— ¿Por qué yo?
—Mira… yo he descubierto hace muy poco que puedo… —miré a los lados y me acerqué más a ella para susurrar— que puedo viajar en el tiempo.
Diana entrecerró los ojos y frunció el ceño al mismo tiempo, sus labios se curvaron en una sonrisa como si aún esperase que aquello fuera una broma pero al ver mi expresión seria, se le borró de un plumazo.
—Entonces lo que ha pasado antes en clase…
—Yo he detenido el tiempo.
—¿Cómo? —preguntó rodeándose aún más.
—Yo… —me fijé que a nuestro alrededor comenzaba a haber demasiada afluencia de compañeros que parecían interesados en nuestra conversación—. Ven, vayamos a otro lado.

Sin esperar su respuesta agarré a Diana de la muñeca y tiré de ella por el pasillo. Encontré el aula de arte vacía en ese momento e hice que se sentara en la mesa del profesor.
—No te sé explicar cómo lo hago, simplemente soy capaz de hacerlo pero tengo un problema —Diana me miraba prácticamente sin parpadear, absorta en mis palabras—. Este poder se descontrola si no llevo esto —saqué el reloj de debajo del polo.
Ella tocó la esfera con delicadeza, como si fuera lo más precioso que hubiera visto en su vida. Alzó la mirada sin soltarlo y nuestras cabezas quedaron a una corta distancia.
—Entonces no te lo quites —recomendó volviendo a bajar la mirada y dejando el reloj colgando de nuevo.
—El problema es que no funciona para siempre, por lo visto dentro de dos semanas dejará de funcionar si no…
—¿Si no qué? —Diana pareció impacientarse.
—Si el Relojero no lo repara para mí.
—Pues llévalo a una relojería, ¿qué dificultad hay?
Sentí ganas de reírme al recordar lo que le había dicho a mi padre cuando me había hablado del Relojero. Gracias a eso pude comprender perfectamente la confusión de Diana.
—No lo puede arreglar una persona cualquiera, sólo tú.
—¿Yo? ¿Por qué yo?
—Por lo visto, cada vez que alguien como yo adquiere el poder de viajar en el tiempo; una persona de su entorno es la única que puede salvarle.
—¿Y cómo sabes que esa persona soy yo? —preguntó dubitativa.
—Porque sólo el… —me corregí al instante— la Relojera es capaz de no congelarse cuando detengo el tiempo.
—¿Por eso estaba todo detenido? ¿tú paraste el tiempo? —asentí— Pensé que me había quedado dormida o algo.
Me reí por la ocurrencia y en ese momento se abrió la puerta. La profesora de arte entró con pasos ligeros y se sorprendió al vernos dentro.
—¿Qué hacéis aquí? —miró al pasillo— Las clases han empezado hace un rato así que será mejor que os deis prisa si además de retraso no queréis un parte el primer día de clase.

Diana saltó del escritorio y se precipitó hacia la puerta. Yo la seguí disculpándome con la profesora.
—¿Me ayudarás? —pregunté temiendo que me dijera que no.
—Sí, claro que te ayudaré pero… ¿podrías no decírselo a nadie? Será nuestro secreto por el momento.
Fruncí el ceño, sin comprender por qué me pedía que hiciera eso pero entonces recordé que aún quedaba más de una semana para que me ayudara y sonreí.
—Como quieras.


Desde que era pequeño odiaba la forma de conducir de mi abuelo, me hacía pensar que la calzada se hacía más larga en vez de acortar distancia y que nunca llegaríamos a nuestro destino. Pero ese día agradecí la lentitud porque de ese modo pude detenerme a analizar lo que había ocurrido.
Por la promesa que le había hecho a Diana, no había podido contarle a mi amigo la verdad y se había enfadado, diciendo que ni se me ocurriera acercarme a su hermana en lo que me quedaba de vida. Por su parte, Alba me dirigía miradas inquisitivas pero siempre que tenía intención de acercarme, ella se alejaba de mí.
Lo único bueno es que Diana se había puesto muy colaborativa después de mi promesa y me había dicho que al día siguiente empezaría a ayudarme.
—¿Marco? —sacudí la cabeza y miré a mi abuelo interrogante— Que ya hemos llegado.

Antes de entrar en un aparcamiento subterráneo, pude ver el perfil de un altísimo edificio de oficinas. Ernesto nos estaba esperando justo antes de la barrera roja y blanca. Iba vestido con un chándal sencillo y al verme alzó una ceja.
—¿Vas a hacer deporte con vaqueros? —me miré los pantalones y me maldije mentalmente por no haber cogido ropa de repuesto—. Da igual, supongo que algo de lo que tengo te valdrá. Venga, sal —se inclinó más para hablar con mi abuelo—. Un coche nuestro le llevará a casa así que puedes irte tranquilo.
Al escuchar esa frase, el que se puso nervioso fui yo porque no tenía la menor idea de lo que me esperaba y, como había estado todo el día pensando en otras cosas, ahora se me venía todo encima.


—Este edificio, como podrás adivinar, no es más que una tapadera para todos los que ayudamos en el Proyecto Ulises.
—¿Proyecto Ulises?
—¿Tu padre no te ha contado nada? Es como se llama a todo lo que tiene que ver con vosotros los viajeros —pese a no llevar el repelente traje, la expresividad de Ernesto me seguía sacando de quicio—. La verdad es que nos encargamos de todos los detalles con tal de haceros la vida más fácil.
—Me hubiera venido bien ayuda cuando me atacó la loca esa y yo no tenía ni idea de por qué me atacaba.
—Bueno —me abrió una puerta en el sótano y me señaló unas escaleras que ascendían para que comenzara a subir por ellas—, era imposible saber cuándo se activaría la habilidad. Además lo que se pretende es que seáis autosuficientes, no que tengamos que protegeros.
—¿Podrías dejar de hablar en plural? Ahora sólo hay un Viajero ¿no?
—Es la costumbre.

Me pregunté a qué estaría acostumbrado Ernesto pero mi cerebro dejó de dedicarle espacio cuando, al abrir la puerta de la tercera planta, entramos en el gimnasio más grande que había visto en mi vida. Había un ascensor al otro lado y no había ningún tabique que estorbara la visión. Máquinas, un tatami, un ring de boxeo y una gran variedad de pesas eran la mayoría de los elementos que pude ver en un primer vistazo.
—¿Todo esto es para nosotros?
—Desde las seis de la tarde hasta las nueve, sí. El resto del día pueden entrar más personas pero mientras el Reloj no te proteja totalmente, no vamos a dejar que te vean más personas de las necesarias.
—¿Y qué vamos a hacer? —pregunté sacudiendo las manos como si de ese modo entrara en calor.
—Primero vas a cambiarte —se dirigió a una pared y yo me entretuve mirando un extraño banco de abdominales que no había visto nunca—. ¡Marco!
Me giré a tiempo que Ernesto me tiraba unos objetos. Los cogí al vuelo y vi que se trataba de un pantalón gris de chándal y una camiseta blanca con las iniciales P. U. a la altura del pecho.
—No están mal esos reflejos —musitó más para sí que para mí.


Poco después, ya cambiado, él me explicó que esa tarde iba a dedicarla a evaluar mis actitudes generales. Primero estuve corriendo en una cinta para que observara mi resistencia y velocidad; después prestó atención a la tonificación de mis músculos y al control que tenía sobre mi cuerpo con diversas máquinas, y por último me señaló el tatami.
Sonreí.
—¿Vamos a pelear? —pregunté recordando las ganas que tenía de darle una lección por cómo había tratado a mi padre.
—Vas a intentar golpearme y yo te voy a señalar tus deficiencias en el combate cuerpo a cuerpo.
Nos colocamos frente a frente sobre la plancha y nos inclinamos para saludarnos. Coloqué mis puños cerca de mi mentón y observé su defensa. Me lo encontré con los brazos relajados a ambos costados y mirándome a los ojos. Sentí que la furia me invadía por su aparente desdén y me dejé llevar.

En dos pasos me situé frente a él y lancé un puñetazo, él lo esquivó haciéndose a un lado.
—Muy previsible.
Apreté los dientes y giré sobre mí mismo para descargar una patada en su costado. Mi pierna describió un arco en el aire sin acertar nada porque él se había doblado hacia atrás, colocando sus manos sobre el tatami para después levantar todo su peso con los brazos y tirarme al suelo de un golpe.
—Lento.
Me levanté de un salto y me lancé de nuevo al ataque. Traté de moverme más rápido, de alcanzarle con un puñetazo desde abajo o de darle una patada en mitad de un salto pero Ernesto continuaba dedicándome una larga lista de adjetivos sobre lo mediocre que era mi estilo de lucha.
Di un salto mortal hacia delante y, al caer, él no estaba en el mismo lugar, le seguí sintiendo como el aire comenzaba a faltarme. El sudor empapaba mi frente pero mi determinación continuaba aumentando. Me agaché y giré sobre mí mismo con la pierna extendida, Ernesto saltó hacia atrás, yo me levanté y traté de derribarle.
Caí al suelo de cara y descargué un puñetazo en el tatami.
—La furia no es buena consejera. Te dejas llevar demasiado, tienes que pensar más.
Le miré y vi que me observaba con los brazos cruzados, tenía el cabello ensortijado por el sudor aunque no parecía estar cansado, los ojos le brillaban como si estuviera disfrutando de la situación y le odié más por ello.

El Relojero es un relato inédito y original de Marta Cruces Díaz, administradora del Cuaderno de Ireth 2012
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1 comentario:

Malabaricien dijo...

Qué gozada, una nueva entrega laaarga y entretenida. Gracias!!!